A r t h u r B o y

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Este es otro Email, misterioso que llego a mi ya repleta y atiborrada Inbox de yahoo.
Las historias son fábulosas. Por ello, merecen estar aquí.
Son propiedad muy íntima e intelectual de El Principito

Muriendo de Gripa

"A la hora de escribir estas líneas no estoy seguro de verlas publicadas y, peor aún, no se si se  trata de un escrito más para mi colección, de la introducción para mi testamento o de la última  página de la hermosa biografía que in memorian escribirá alguno de mis amigos sobre mi ejemplar  vida que, sin duda, será un precioso estímulo de superación para las nuevas generaciones."


Ayer vino a casa mi primo el cura, con todos sus
ropajes negros y después de un largo repaso a los
pecadillos de mi existencia me ungió con los Santos
Oleos.
El comienzo de este doloroso final tuvo su origen hace
algunos días mientras disfrutaba de un esplendoroso
día de sol. Yo me sentía divinamente y jamás hubiera
sospechado que la hora de la muerte estuviera tan
cerca y, mucho menos, que una tontería sería el origen
de tan cruel realidad.

Lo cierto es que había mucho calor -como siempre - y
comenzó a caer una suave brisa de agua y esas ganas
locas de salir a correr, de gritar, de abrir los
brazos , de poner mi rostro bajo la lluvia. Aquella
mezcla mortal fue la culpable de mi desdicha y aquí
estoy pagando las consecuencias. El doctor Vélez me
diagnosticó gripa. Así como suena: gripa, y me dijo
que para eso la ciencia no había encontrado aún
ninguna cura lo mismo que para el cáncer o el sida.

La dura noticia médica no me tomó totalmente por
sorpresa, pues ya sentía en mi interior los síntomas
de algo realmente grave: escalofríos, dolor en los
huesos, pesadez en los ojos, congestión, ronquera,
ardor en la garganta, tos, estornudos, taponamiento de
los oídos, asfixia, dolor de cabeza, fiebre, en fin,
todas las atrocidades que acompañan la fatal
enfermedad.

Decidí entonces dar la lucha para no dejarme morir y
hacer todo lo que me propusieran para amortiguar el
golpe. Agüitas de panela con limón, vaporizaciones,
manotadas de pastillas que llaman "matrimonios", baños
turcos y sauna, líquidos en cantidades industriales,
aspirinas, brandy con miel, toneladas de jugo de
naranja, sahumerios de eucalipto, vitamina C, aire
fresco, mascarillas con vick vaporub, todo, y aquí
estoy igual: muriendo de gripa y, lo que es peor,
agravado por una terrible indigestión a causa de tanta
pastilla, jarabe y menjurje.

En estas noches he visto repetidamente la pálida
figura de la muerte rondando mi cama y he reconocido
al diablo cada vez que me acerco el pañuelo a la
nariz. De igual forma, en la cabeza me zumban montones
de pitos que, estoy seguro, son los ángeles custodios,
miembros del coro celestial, que anuncian con sus
clarines el final de las horas terrenas.

Al tener tan cerca el momento del adiós debo confesar
que me llevo a la tumba el profundo dolor de haber
causado un gran sufrimiento y también la cercana
muerte de mi primo el cura y el doctor Veléz. Según
parece el terrible mal de la gripa es terriblemente
contagioso.

El Principito






Mutismo Telefónico

Quince o veinte veces diarias suena el teléfono de mi
casa y no aparece interlocutor alguno. Por ese motivo
he puesto el asunto en manos de los especialistas del
FBI, DAS, CIA, KGB ... OTAN (sí, los de la alta
precisión balística ) quienes, después de acuciosos
estudios, y “exhaustivas investigaciones” han
concluido los perfiles sicológicos de los posibles
responsables para, ahora si, saber hacia que lado
orientar sus pesquisas y dar con el paradero del
silencioso amigo o amiga.

La primera teoría permite deducir que se trata de un
maniático pervertido de ojos brotados, caspa, nariz
rojiza y piel grasienta que se deleita escuchando mi
voz y en lo más profundo de su enfermiza imaginación
construye apasionadas y deliciosas fantasías que se
satisfacen con el simple devenir de mi respiración.

Podría ser también, según los expertos, una pobre
mujer cuya extrema fealdad la ha tenido siempre
marginada del resto de los mortales. Ella se ha
enamorado de mi -lo que no sería nada extraño si
tenemos en cuenta mi atractiva y arrolladora
personalidad- y en medio de su pasión se complace
espiritualmente con el sólo acento de mis labios al
otro extremo de la línea.

Dentro de lo probable cabe, además, que sea un simple
desocupado que tiene como pasatiempos llenar
crucigramas, mirar revistas pornográficas y recorrerse
las páginas del directorio haciéndole la vida
imposible a todos los suscriptores, pero con una
extraña atracción hacia el bendito número de mi
teléfono. También, dicen los técnicos, no sería
extraño que se tratara de un empleado público jubilado
que a lo largo de su vida sólo escuchó insultos de la
gente a través de una ventanilla de la oficina de
impuestos y ahora se dedica a buscarlos a través del
aparato.

Aparte de las teorías de los especialistas yo tengo
una que bien podría agregarse a la lista. Me ilusiono
pensando que se trata de una hermosa dama de linda
sonrisa, cabellos rubios, mirada dulce, medidas
espectaculares e ideas seductoras, a quien le he
robado el alma pero no puede decirme nada porque es
alemana y la barrera del idioma no nos permite el
diálogo. Ante tan probable eventualidad estoy tomando
un curso acelerado de alemán y cada vez que descuelgo
el auricular digo "¡halo!", lo que significa (traduzco
para los ignorantes que no saben alemán) "¡aló!".
Confieso que aún no ha servido de nada, pero sigo con
la grata ilusión de que pronto llegaremos al diálogo.
Mi mamá asegura que se trata del tío Gilberto, quien
sufre de una sordera irreversible del grado III que no
le permite reconocer si ya le contestaron o es que
acaban de soltar el water. Y en una llamada que le
hice a Walter Mercado, el tipo de la línea síquica me
aseguró que es un mudo que tiene algo muy importante
que decirme pero lo hace con señas.

De todas maneras no descarto la idea de que se trata
de un pobre ser humano a quien se le ha extraviado su
adorada madrecita y -en vista de que no quiere
quedarse solito, pues nunca conoció a su padre- marca
mi número para ver si yo la tengo.

El Principito




Mis vacaciones

Tanto trabajé el año pasado que me merecía las mejores
vacaciones que se haya dado ser alguno sobre la
tierra: atenciones dignas de un rey, comidas a la
carta en restaurantes de lujo, paseos en lancha, gafas
de turista, noches de fiesta y, claro, tanta pereza
que el asunto se convirtiera en una auténtica
humillación a los demás.

Con un préstamo de la oficina, los ahorritos y lo de
la prima navideña quedé listo. Saqué tiquetes aéreos a
crédito y, sin más, me fui a gozar las soñadas
vacaciones. ¿A dónde?, mejor no les digo, pues creo
que todo no salió como estaba en el plan y alguien
podría ofenderse. De todas maneras voy a contarles
cómo trascurrieron mis soñados quince días de descanso
que, aquí entre nos, sólo fueron cinco porque todo
estaba tres veces más caro de lo que yo calculé en el
presupuesto. Claro que, si ustedes descubren dónde
estuve, no es problema mío ni del cochero que me
mostró con gran entusiasmo la ciudad antigua
amurallada llena de historia y ni la playa de
bocagrande colmada de tangas, ni la estatua de la
India Catalina.

Todo comenzó muy bien, tanto que al bajarme del avión
me cayeron siete vendedores de gafas para el sol, como
si supieran que yo quería unas. Lo cierto es que
durante los cinco días que estuve en aquel lugar,
descubrí que alguien les contó de mis sueños. No de
otra manera se entiende que cada diez o quince minutos
se me metieran hasta en la sopa con la idea de
venderme otras gafas, aún viendo que ya tenía unas que
me daban un coqueto aire a Leo Di Caprio.

Todas las mañanas fui a la playa para disfrutar de la
distracción más económica (mirar chicas en tanga).
Allí, buscando la anhelada paz, pasaba siete horas
espantando una plaga de revendedores de collares,
ostras, bollos de yuca, camisetas, artesanías, tajadas
de piña, cocadas, yoyos, aceite de coco y, claro, a
mis amigos de las gafas que con sus enormes
muestrarios se daban la maña para tapar el poquito sol
que me correspondía.

Frente a aquel mar un tanto contaminado llegué a la
conclusión de que el lugar que había escogido para mis
vacaciones era el ideal. Tantos millones de personas
inteligentes no podíamos estar equivocadas al mismo
tiempo. Lástima, eso sí, que el espacio fuera tan
pequeño porque no pude broncearme sino de perfil. En
medio del hacinamiento siempre me tocó acomodarme de
lado y justo cara a cara con la más fea.

Tal como lo planeé, la primera noche comí a la carta.
Luego de pagar la cuenta decidí que estaba muy gordo y
que necesitaba una dieta intensiva de hamburguesa con
gaseosa. En esa misma cuenta del restaurante y en la
del hotel se quedaron mis ilusiones del paseo en
lancha y las noches de rumba.... Al fin de cuentas, lo
que yo necesitaba era descansar y no esos ajetreos de
andar trasnochando y acabando con mi salud o estar
sufriendo de todas las incomodidades y angustias de
una embarcación en alta mar.

Ahora que estoy de nuevo en casa, arruinado pero
feliz. Me alegra que solo me haya quedado de recuerdo
mis gafas para el sol, mi medio cuerpo tostado y ese
dolor de cabeza causado por cinco días de aglomeración
y algarabía, hamburguesas de pan y cebolla y el
compromiso de pagar los pasajes de avión y el préstamo
del dinero que boté.

El Principito




Honorable sin crédito

Soy el poseedor de un viejo carrito al que le encanta
ir a los talleres. Alguna cosa rara debe traerse entre
manos, pues su pasión por unas tales guayas es ya
materia de estudio por especialistas en Freud,
sicólogos y algunos expertos en el arte maquiavélico
de la mecánica automotriz, que se saben de memoria
todos los misterios de platinos, condensadores, bujías
y poleas que hay que cambiar una o dos veces por
semana para poder hacer el próximo recorrido de
regreso al taller.

Después de estudiar a fondo la economía familiar,
consultar el oráculo, llamar a las líneas síquicas y a
Walter Mercado, las cesantías, ahorritos y demás,
decidí vender el querido vehículo y con su producido
dar la cuota inicial para uno de esos bellos
ejemplares que aparecen en televisión, con los cuales
sus propietarios conquistan bellas mujeres, vuelan
entre nubes de algodón mientras saborean una deliciosa
copa de champaña y van por todas partes sonriendo sin
regresar jamás a los talleres o preocuparse por
cambiar las benditas guayas.

Hice brillar el vejestorio y me fui con la mejor de
mis pintas donde un simpático señor que hablaba muchas
estupideces y sin embargo me dio muy poco por el
carrito. No le importó un comino que el pichirilo
tuviera las guayas nuevas y el aire de los neumáticos
fuera el original.

Un poco desconcertado porque lo mío no valía nada y la
nave de la vitrina tenía costos similares a los del
trasbordador espacial, continué las diligencias que me
harían el feliz propietario del brioso corcel. Lo
único que me faltaba era el estudio del crédito que,
según los vendedores, era un proceso simple y rápido.

Comencé por llenar un sencillísimo formulario de
cincuenta y tres páginas blancas y ocho verdes. Unas
para el concesionario y otras para la Superintendencia
Bancaria. Allí, como era lógico, me preguntaron por mi
familia, enfermedades sufridas y deseadas,
inversiones, sexo, trabajos realizados dentro y fuera
del país, idiomas dominados, libros leídos y
publicados, acciones en la bolsa de Nueva York, color
de la orina al levantarme, participación en las
conversaciones de paz, opiniones sobre la deuda
externa y algunas otras minucias que gustoso respondí
ante el delicioso sueño de verme frente al timón de la
reluciente máquina nueva. Tampoco me molestó en lo
absoluto tener que buscar a tres amigos con una buena
declaración de renta, dueños de propiedad raíz sin
hipotecas, fincas ganaderas, jugosas cuentas bancarias
y, claro está, bien referenciados para servir de
fiadores y dispuestos a llenar un formulario tan
sencillo como el mío y a comprometer todo su
patrimonio durante los próximos cincuenta años si
llegasen a tener el honor de ser mis fiadores y
aceptados como tales por la firma encargada de
ejecutar la fácil financiación del crédito.

Algunos familiares y conocidos recibieron con
verdadera alegría la llamada de una señorita que
preguntaba en tono policivo sobre mi solvencia moral.
Mi mamá estaba feliz. Lo mismo sucedía con el tío
Argemiro y el primo Oscar, quienes se sentían
orgullosos de la decisión que había tomado.

Mientras todo este trámite cumplía su curso, yo
buscaba algunos cuantos papeles que servirían como
soporte del préstamo: certificado de ingresos y
retenciones, de buena conducta expedido por el DAS
(nuestro FBI criollo), de bachiller autenticado por
notario, siete estampillas de timbre nacional,
extractos bancarios de los últimos siete años, paz y
salvo con el catastro y afines, registro civil
actualizado y cuatro fotos tamaño cédula, de frente y
donde se vieran las orejas.

Todas mis amistades, incluidas las que no se
encontraban ya dentro del proceso de conseguir el
automóvil, estaban llenas de entusiasmo ante la idea
de que yo tendría ese nuevo y atrevido vehículo con el
cual conquistaría el universo. Sin embargo, las
fuerzas empezaron a bajarme. De repente sentí que me
estaban tratando como el más terrible de los miembros
del hampa. Para estos señores yo era, como lo es
usted, desde antes de llegar, un ladrón dispuesto a
raponearles su precioso trasbordador. El orgullo se me
salió por los poros y sin importarme las angustias en
que puse a mis allegados y la perdedera de tiempo,
volví a adquirir el viejo carrito que, curiosamente,
ahora valía casi el doble de la venta hecha quince
días atrás.

Ha pasado una semana y aquí estoy en el taller
cambiándole las guayas al cacharro. Confieso que estoy
un poco triste de no estar navegando entre las nubes
conquistando ese mundo de confort y mujeres atrevidas,
pero feliz porque para estos buenos amigos que son los
mecánicos sigo siendo un ciudadano honrado, el mismo
que he sido siempre; incluso antes de que comenzaran a
estudiarme para un crédito.


El Principito




Raíz cuadrada de Baldor

Tengo que confesarlo. Yo, que fui educado en la
filosofía del amor universal y que he difundido a los
cuatro vientos, como un apostolado, la convivencia
pacífica basada en el respeto por los demás y sus
ideas, odio al señor Baldor, su libro de álgebra y
todas las materias de su familia. -De la familia de
las matemáticas y del señor Baldor-.

Doña Margarita, mi abnegada maestra de la infancia, me
enseñó a sumar naranjas con naranjas, a restar
manzanas de manzanas, a multiplicar tomates y a
dividir limones. Hasta ahí todo era perfecto. Luego,
con el paso ineludible de los años, tendría que cargar
un insulso libro -más grande y pesado que yo- lleno de
letras y problemas filosóficos para sacarles la
hipotenusa. Era el fatídico texto del sabio Baldor,
quien debe estar gozando, en compañía de su recordada
madrecita, de la gloria de Dios.

Gracias al contenido de ese insoportable tratado
comprendí que las matemáticas son una ciencia que se
dedica a quitar las ganas de estudiar, la tangente es
el lugar por donde se salen los que no tienen nada que
decir, la trigonometría un compendio de normas para
medir los cuerpos tres veces, la integral de la
diferencial de X es lo mismo que un rábano, que un
conjunto es un grupo de personas o cosas que se reúnen
para estar juntas y que el álgebra se la inventó,
seguramente, algún paramilitar israelí de esos que
siempre están haciendo cosas para fastidiarnos y crear
el caos.

Desde la escuela yo sabía repartir y sustraer todo lo
que fueran naranjas y manzanas, pero nadie me advirtió
que más tarde tendría que ponerme en la idiotez de
multiplicar b por a, elevarlo a la potencia 5 y
aplicarle la cotangente de 21.7 para ganarme un cero
por ser tan bruto de no comprender que eso da lo mismo
que sumatoria 6592.3 de Pí. Nada.

Pasé vacaciones enteras en compañía de perturbados
profesores, psiquiatras y uno que otro torturador
profesional, que intentaban por todos los medios
meterme en la cabeza un arsenal de fórmulas estúpidas
y otras hierbas que, por bondad de la Divina
Providencia, no pudieron violar mi cerebro y, mejor
aún, no he necesitado jamás para conseguir el pan
diario o para comprobar que "seno" no es más que el
primer restaurante que visitamos los seres humanos.

Hasta ahora no tengo noticia del primer mortal a
quien, frente a la caja del supermercado, le pidan que
pague cotangente de mil o que debe logaritmo de nueve
por un kilo de papas.

Que perdedera de tiempo, de energía y de paciencia. No
me queda la menor duda de que Baldor era un viejo
desocupado y que a él y a su plaga de seguidores,
debemos la gran cantidad de maniáticos e inadaptados
que pululan a nuestro alrededor. Por eso, y más, odio
al señor Baldor y me encantaría poder plantarlo en su
raíz cuadrada.

El Principito






® ArthurBoy™ 1999, 2003 ©

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