La gran pelea
El primer tiro me entró por el pecho, pero yo seguí a pesar que trataron
de impedir que les viniera encima con dos disparos en la boca del estómago.
Al mismo tiempo que sentía como algo caliente me salía de las entrañas
vi como otros seis balazos me destrozaban la pierna derecha. Pero no me paré.
Me metí un dedo en el orificio del pecho para taponar la sangre y con la
otra mano me agarré los pedazos de la pierna para no caerme mientras seguía sobre ellos.
Después llegaron los otros cuatro con las ametralladoras. Sabiendo que
yo estaba desarmado prácticamente me vaciaron el peine en el brazo, que quedó guindando; pero no
me detuvieron. Con la correa me lo medio amarré y me les fui encima. Uno con el pánico reflejado
en el rostro siguió disparando con la metralleta y yo vi como las balas me perforaban el estómago, el pecho y el otro brazo. Juro que me sentí desfallecer con aquel poco de sangre saliéndome por todos lados como un colador. Sobre todo por el plomo; era un sobrepeso que realmente retardaba mi desplazamiento porque nunca he podido caminar bien con cuerpos extraños en mi organismo. Pero continué adelante. Pobre de ellos si los agarraba.
El más asustado mientras corría me lanzó una granada que prácticamente me
destrozó el hombro y me arrancó una oreja dejándome sin cuero cabelludo.
Quedé vibrando un rato, pero me repuse de la violenta sacudida. Ya ellos
no tenían balas. Casi imperceptiblemente sentí como me tiraban las armas vacías en la cara, pero
cometieron el grave error de meterse por un callejón sin salida donde irremisiblemente los
acorralaría. Eran seis. Nunca antes había visto sus rostros, pero todos tenían manoplas y
cuchillos. Las reconocía por el brillo a pesar de que casi no podía ver por la sangre que me caía
sobre los ojos. Cuando me brincaron encima los tres primeros recibí el impacto de las hojas de los
puñales en la cara y en la espalda. Me faltaba el aire, porque los malditos me habían perforado los
dos pulmones. Pero no me acobardé y los acorralé con el pedazo de brazo que todavía tenía dedos.
Luego vinieron los otros tres y juntos me clavaron repetidas veces las dagas por todo el cuerpo
dándome golpes a diestra y siniestra con las manoplas.
Creo que uno cogió un tubo y como un energúmeno empezó a darme tubazos
por las costillas para que soltara al que había agarrado. Tenían pánico que les diera una paliza.
El más fuerte, visiblemente aterrorizado me arrancó de un jalón el brazo destrozado y se lo llevó
agarrado a su muñeca. Me pareció ver como se lo sacudía todo lleno de grima. Al mismo tiempo el
más alto me apretó duro por el cuello en un intento desesperado para que no les hiciera daño.
Yo era más pequeño que todos ellos porque soy de contextura muy débil,
y además que estaba vuelto un sancocho de sangre, pero los tenía acorralados.
Pegando brinquitos con la única pierna buena me les acerqué para darles
unas patadas. Después perdí el conocimiento y apenas si escuché el sonar de una ambulancia.
Ahora, en la niebla vaporosa del recuerdo de aquella noche terrible, pienso que debo haberlos
dejado medio muertos, porque al final decidí liquidarlos completamente.

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